Había una vez, en la pintoresca escuelita del rincón del barrio, un grupo de niños alegres que estaban a punto de comenzar el nuevo año escolar. El sol brillaba y las risas resonaban en los pasillos, creando un ambiente de pura emoción. En su primer día, el maestro Don Pablo, un hombre de corazón grande y sonrisa contagiosa, se puso en el centro del aula, como un capitán listo para zarpar en una aventura. "¡Hoy vamos a crear nuestras propias normas de convivencia!" anunció con entusiasmo, provocando un revuelo de murmullos curiosos entre los pequeños. Con la mirada llena de curiosidad, los niños se miraron unos a otros, preguntándose qué clase de normas podían inventar. Pero antes de sumergirse en la creación de sus reglas, Don Pablo decidió involucrarlos con una pregunta crucial: "¿Por qué creen que son importantes las normas en clase?".
Marta, la más pequeña del grupo, levantó tímidamente la mano, su voz suave pero decidida dijo: "¡Porque así nadie se pelea y podemos jugar tranquilos!" Su comentario resonó con todos, como si hubiese vencido un gran monstruo que asustaba sus corazones. Lucas, que siempre quería ser el primero en las filas y que tenía un espíritu competitivo, añadió: "Y porque si tenemos reglas, sabemos qué podemos hacer y qué no, así todos estamos felices y no hay confusión." Las palabras fluyeron como el agua de un río. Al escuchar estas ideas, Don Pablo se dio cuenta de que sus alumnos ya entendían la importancia de crear un ambiente donde todos se sintieran bienvenidos y respetados. Esto era solo el inicio de un viaje emocionante hacia la convivencia.
Para hacer el ejercicio más divertido, Don Pablo propuso un juego: una lluvia de ideas para pensar en las normas que ellos mismos querían seguir. "¿Qué reglas creen que nos ayudarán a respetarnos más?" preguntó, animando a los niños a hablar. Con el espíritu de colaboración en el aire, las manos comenzaron a levantarse. "No interrumpir cuando alguien habla" fue una de las primeras propuestas, escrita con tiza blanca en la pizarra. Esto evocó sonrisas de aceptación de sus compañeros. Otra regla surgió: "Ayudarnos entre todos en las tareas," capturando la esencia de lo que significaba ser parte de una comunidad. Con cada nueva regla, la clase vibraba con una energía positiva que transformaba el aula en un hogar, un lugar seguro para todos. Al final, luego de un animado debate lleno de risas y expresiones creativas, lograron establecer cinco normas que todos acordaron seguir con entusiasmo. Todos los niños se sintieron parte de algo más grande, como si hubieran plantado una semilla de amistad en el suelo fértil de su aula.
Y así, con su esfuerzo conjunto, no solo aprendieron a convivir mejor, sino que también sintieron el orgullo de haber creado un espacio donde cada uno podía ser escuchado y valorado. Don Pablo sonrió con satisfacción, sabiendo que aquel grupo de niños no solo había formado una clase; habían construido una comunidad. Era como si cada regla hubiera tejido un hilo fuerte en el tapiz de su relación, enlazando sus corazones de una manera especial. Al finalizar la jornada, con el cielo anaranjado al fondo, les preguntó: "¿Cómo se sienten ahora que han creado estas normas juntos?" La respuesta fue un grito unísono, lleno de alegría y energía: "¡Como un gran equipo!". Esa declaración resonó en el aire, como un eco de camaradería, mientras la escuelita del rincón comenzaba una hermosa historia de convivencia y aprendizaje, donde cada niño se sentiría parte fundamental de la aventura.